Un nuevo Estado para una nueva Constitución

Un nuevo Estado para una nueva Constitución


Suponga que tenemos una nueva Constitución más garantista. Es muy poco probable que por ese solo hecho la administración pública chilena, acostumbrada a lógicas subsidiarias, las cambie rápidamente por la protección de los derechos. Para que los principios de una nueva Constitución no sean solo palabras, “se requiere de una estatalidad que se despliegue territorialmente y que implemente sus decisiones de forma pertinente”, dice el autor. Es necesario, entonces, entre otros desafíos, “impulsar una reforma administrativa” que haga que la nueva Constitución sea “una realidad perceptible para la ciudadanía”. El autor propone aquí un conjunto de directrices para una “reforma administrativa” que haga que el ciudadano perciba en su vida una nueva Constitución.

Hasta hace poco no resultaba extraño afirmar que Chile tendría, en comparación a los demás países de la región, una institucionalidad estatal funcionando razonablemente; sin embargo, luego de los sucesos de los últimos meses, resulta particularmente difícil diseñar políticas públicas coherentes y pertinentes, implementarlas y lograr resultados efectivos. Esto no se debe solo a la fragilidad política de un gobierno torpe y lento, con tendencias autoritarias y débil compromiso con los derechos humanos; hay también problemas propios de un estado estructurado según la lógica del modelo constitucional impuesto. Entre esas debilidades destacan: la impotencia para disciplinar los poderes privados y hacerlos compatibles con el interés general; servidores públicos entregados a las vicisitudes de los cambios de gobierno y degradados en su reconocimiento social; y un sistema de control de la acción pública disperso y que entrega señales contradictorias a los aparatos burocráticos.

Sea quien sea el grupo político que gobierne, una sociedad democrática que aspira a entregar progresivamente una mejor calidad de vida a todos sus miembros requiere de un estado robusto y eficaz, que esté controlado para evitar excesos y que se haga responsable cuando incurra en ellos. Se requiere, por ejemplo, un Ministerio de Salud que sea creíble en sus cifras y decisiones, que pueda implementar medidas para resguardar de forma efectiva la salud de la población; asimismo, se requiere un Ministerio del Interior capaz de prevenir conflictos y que, una vez manifestados, pueda resguardar el orden público con pleno respeto a los estándares que imponen los derechos humanos.

El proceso constituyente que se iniciará en octubre no solo es el inicio de un camino para un acuerdo sobre cómo alcanzar arreglos de forma democrática; será también la ocasión de asentar consensos mínimos sobre la acción pública, es decir, sobre la implementación de dichos acuerdos: se deben sentar las bases de una reforma administrativa que permita que la Nueva Constitución Política llegue a ser percibida en la cotidianidad de las personas. Pero no solo porque las constituciones normalmente establecen lo que se denomina “las bases constitucionales de la Administración”, sino también porque aquellas requieren, para no ser reducidas a un papel, de una estatalidad que se despliegue territorialmente y que, siendo coherente con lo que se entienda ser el acuerdo político constituyente, implemente sus decisiones de forma pertinente a cada contexto social en el que incida.

Así, por ejemplo, una adecuada canalización institucional de la conflictividad social  requerirá de un Ministerio del Interior que no centre sus tareas de orden público en la represión, sino en la prevención de los conflictos que puedan alterarlo; para lo cual deberá centrar su quehacer en un efectivo diálogo social presente en todo el país. Asimismo, el derecho a la salud requerirá de un despliegue territorial de diversos servicios públicos capaces de actuar de forma coordinada y oportuna, haciendo perceptible que las prestacciones a las que se accede concretan una igual dignidad, en tanto personas y ciudadanos.

En efecto, tal como el texto constitucional de 1925 fue evolucionado paralelamente con sucesivas reformas administrativas que confluyeron en un incipiente estado social “a la chilena”; el texto dictatorial solo pudo implementar el ideario que lo sustentaba a través de profundas reformas administrativa que se impulsaron durante los tiempos de Pinochet: en efecto, varias leyes básicas de la administración chilena datan de aquella época, la primera versión de la regionalización, como las grandes privatizaciones y mecanismos que permitieron aquellas en la década de los 90’.

Del mismo modo, durante la etapa transicional, junto a las reformas constitucionales que intentaron atenuar los rasgos más inaceptables del texto impuesto, se avanzó en democratización de la acción pública, siendo la ley de procedimiento administrativo, la ley de transparencia y la reforma de los gobiernos regionales buenos ejemplos en ese sentido.

No es menor esta relación entre un texto fundamental y sus respectivas reformas administrativas, puesto que un nuevo texto, para que pueda devenir efectivamente en una nueva constitución política, que constituya la comunidad política chilena, requiere repensar lo estatal, es decir, será necesario impulsar, una vez finalizado el proceso constituyente acordado en noviembre del año pasado, una profunda reforma administrativa que potencie la acción pública y la finalice hacia los objetivos que la nueva constitución consagre. Este debiera ser el camino que permita dotar de cohesión social a nuestro país, relegitimando la institucionalidad estatal y, con ello, generar las condiciones de estabilidad democrática que se requieren para retomar el desarrollo económico y el bienestar social. Si bien esta reflexión ha sido avanzada por destacados administrativistas chilenos, es necesario retomarla y profundizarla considerando los sucesos recientes. El éxito del proceso constituyente también se juega en estas reformas futuras. En lo que viene, se propondrán un conjunto de directrices de una reforma administrativa para una nueva constitución:

Primero, será necesario robustecer el estado y dotarlo de un despliegue territorial capaz de actuar de forma eficaz y pertinente al contexto social. El objetivo debe ser que cada habitante del país al acudir a los servicios públicos perciba en ellos un espacio de ciudadanía y se represente en igualdad a todos los demás. Es decir, los servicios públicos deben ser un lugar de encuentro en el cual las diferencias individuales sean reconocidas y valoradas, la desigualdad material irrelevante y el interés general un compromiso común entre funcionarios y usuarios.

Para ello se requiere dotar a los servicios de mayores potestades normativas, a fin de que sus reglamentaciones sean más sensibles a los cambios que se produzcan en sus tareas como a las especificidades locales; asimismo, será necesario fortalecer una participación ciudadana resguardada del riesgo de cooptación, como avanzar hacia una cultura de sencillez administrativa hacia el ciudadano, procedimentalizando de forma sencilla y unificada las decisiones administrativas.

Segundo, se requiere re-significar la función pública y dotarla de una ética de servicio a los futuros valores constitucionales, elevando y asegurando su carácter técnico y profesional, y cuya estabilidad esté protegida de los ciclos electorales. El estado no es una entidad abstracta o conceptual que habite en los manuales de teóricos o juristas, sino el conjunto real y concreto de personas que laboran día a día por un interés que entienden trascender a sus asuntos individuales. La institucionalidad democrática es posible, ni más ni menos, que gracias a su trabajo. Por ello, el quid de una futura reforma administrativa debe estar en los funcionarios públicos, cuyo régimen no puede estar entregado, tal como es hoy, a la contingencia anual de glosas presupuestarias o construcciones jurisprudenciales que, muchas veces, son contradictorias.

Tercero, la acción pública debe ser controlada y responsable. El control debería ser tanto ciudadano como político y jurídico. El primero mediante la mantención de la publicidad como un elemento constitucional estructurante del quehacer estatal e incorporando la participación ciudadana.  En este punto será de importancia crucial proteger la labor periodística para que se desarrolle libremente, amparándola tanto de la cooptación gubernamental como de los poderes privados. La rendición de cuentas ante la ciudadanía enriquece la discusión pública y permite actualizar el carácter servicial de las autoridades y funcionarios en tanto, precisamente, servidores públicos. Así, debe garantizarse de forma plena la libertad de expresión y el derecho a la información, permitiendo la creación y adquisición de medios sin más restricciones que las necesarias para evitar la excesiva concentracion que existe actualmente. En efecto, un sistema plural de medios, que asegure la expresión de la real diversidad social, resulta esencial para la estabilidad democrática e institucional.

Por su parte, el control político debería pensarse en términos concordantes con la forma de gobierno que se adopte y los mecanismos de fiscalización política que se entreguen a las asambleas representativas a nivel nacional y territorial. El carácter efectivo de estas herramientas no solo es clave para el rol democrático propio de la oposición política, sino que también permite reforzar la tarea de representación de las diversas realidades del país, si cada representante puede convertir en un asunto de relevancia nacional los conflictos locales de los cuales tenga noticia.

Respecto al control jurídico, más allá del rango constitucional de los tribunales de justicia y la Contraloría General de la República, debería pensarse en una modernización de la labor de ambos. Tal como lo ha defendido en los últimos años la Corte Suprema, sería necesario unificar la labor jurisdiccional destinada a controlar la acción pública, acabando con la tendencia legislativa de crear tribunales contenciosos administrativos ad hoc que terminan otorgando justicia boutique que acentúa la desigualdad en el acceso a la justicia entre la ciudadanía. Sea cual sea el modelo que se adopte, sería necesario que aquellos jueces que conozcan de estos asuntos se especialicen en esta tarea. Repensar el control judicial de la administración es un asunto que debería reflexionarse profundamente en los próximos años.

Cuarto, la reciente y grave crisis de derechos humanos, sin precedentes desde la dictadura, debe servir de experiencia ineludible para los desafíos futuros; así, tanto la discusión constitucional, como la reforma administrativa que debería seguirle, deben asumir como desafío sentar las bases de un consenso compartido que permita una cultura de respeto y promoción de los derechos humanos. Para ello se podría reconocer un estatus constitucional de los organismos de protección de derechos humanos (el Instituto Nacional de Derechos Humanos y la Defensoría de la Niñez), fortaleciendo sus atribuciones y entregándole todos los medios necesarios para la constante mejora de su labor. Asimismo, otorgar una protección especial y efectiva a los defensores de derechos humanos de la sociedad civil.

Finalmente, asumiendo los compromisos internacionales que ha suscrito Chile, es necesario impulsar una nueva agenda anticorrupción. No bastará el necesario reconocimiento constitucional de la probidad como un principio medular de todo servicio público, sino va acompañado de una efectiva prevención, identificación y sanción de todo beneficio privado que se haga con ocasión de un cargo público y a expensas del interés general. Si bien en esta materia se avanzó decididamente en el gobierno anterior, aún hace falta asumir el problema de la corrupción en el mundo privado y, en especial, la que acontece con la denominada “puerta giratoria”.

En suma, una nueva constitución es mucho más que un mero texto, es una práctica política que le asigna significado a él y que se actualiza a medida que la sociedad va desenvolviendo y resolviendo su conflictividad. Para que la nueva constitución sea efectivamente “nueva”, entre otros desafíos, será necesario impulsar una reforma administrativa que la haga una realidad perceptible para la ciudadanía: convertir el entramado de servicios públicos desplegados por el territorio nacional en un espacio de efectiva ciudadanía, en el cual los valores constitucionales se actualicen permanentemente en la cotidianeidad de las personas.

 

Flavio Quezada Rodríguez,  abogado socialista, colaborador Instituto Igualdad