Juan Santana,
Diputado y Presidente de la Juventud Socialista
Esta semana se realiza la postergada PSU y por primera vez los alumnos deberán rendir el examen en medio de un estallido social inédito, cuyos protagonistas fueron –desde el inicio– los propios estudiantes. Ellos han exigido por años educación pública, gratuita y de calidad y, aunque el gobierno insista en avanzar hacia la dirección opuesta, ésta deberá ser uno de los pilares fundamentales a trabajar si queremos crear y legitimar un nuevo pacto social para Chile.
Fueron los jóvenes que saltaron el metro en octubre, junto a las generaciones que los precedieron (pingüinos del 2006), quienes despertaron a Chile protestando contra la mercantilización extrema de la vida y contra la precarización de un sistema educativo que reproduce las desigualdades sociales y que encuentra uno de sus síntomas, justamente, en la Prueba de Selección Universitaria (PSU).
Desde su creación, diversos actores del mundo social y académico han criticado este instrumento de selección, en el que la condición socioeconómica del estudiante termina por determinar, en gran medida, su posibilidad de acceso a la educación. Año tras año las enormes brechas entre los resultados de colegios particulares y municipales vuelven a comprobar que la PSU reproduce el carácter segregacionista de nuestro sistema educativo, donde quienes tienen más recursos, tienen también asegurado su pase a una educación superior (ES) de mejor calidad.
Frente a esto, la demanda ha sido clara: el fortalecimiento de la educación pública. Una exigencia ciudadana histórica que fue reforzada en la reciente Consulta Municipal en la que “Acceso y calidad de la educación pública” resultó ser una de las prioridades entre los votantes, junto con pensiones y salud.
Y si bien nunca es suficiente, debemos reconocer que en gobiernos anteriores se hicieron valiosos esfuerzos en esta materia. Sólo por dar algunos ejemplos: la masificación de la matrícula en ES, la gratuidad o los progresos en cobertura para la educación parvularia, con el aumento sustantivo de jardines y salas cunas a lo largo del país, fueron parte de esos avances. Sin embargo, las acciones de este gobierno han ido justo en la dirección opuesta.
El 2019 estuvo caracterizado por grandes titulares, pero vacíos de contenidos. En lo esencial, se mantuvo la lógica de lucro, segregación y endeudamiento en todos sus niveles.
Primero fue el proyecto de “Admisión Justa” que mostró la peor cara de la administración Piñera, pues buscó segregar aún más a los estudiantes, promoviendo la competencia por sobre la colaboración y a la educación como un premio, en lugar de un derecho social. Mientras desde el mundo académico, político y social nos oponíamos con fuerza a la iniciativa, el Presidente –en una de sus tantas tretas comunicacionales– aseguraba que le daría más “libertades a la industria de la educación”.
Luego, vino la aplicación de la ley “Aula Segura”. En ese contexto se llegaron a plantear medidas que rayaban en lo irrisorio, por ejemplo, la de revisar mochilas como política pública. Esta Ley, que pretendía ser emblemática para el gobierno, se convirtió en una herramienta que criminaliza a los estudiantes, sin resolver el problema de fondo respecto a la violencia en los colegios.
No es de extrañar entonces que frente a la violencia indiscriminada de carabineros en contra de jóvenes y a los terribles incidentes ocurridos en establecimientos educacionales durante los días más álgidos del estallido social, la ministra Cubillos haya preferido el silencio. Esto pese a las denuncias y abundantes evidencias de abusos, entregadas por organismos internacionales de Derechos Humanos.
Otro proyecto “emblemático” que quedó entrampado durante este año fue el crédito solidario unificado, conocido como CAE 2.0 que, contrario a toda demanda social, fomentaba el endeudamiento de los estudiantes, retrocedía respecto a lo legislado en materia de gratuidad y permitía que fondos estatales terminaran en instituciones que lucran.
Las políticas de este gobierno en educación contravienen el sentido común de quienes remecieron a Chile desde un movimiento social que busca dignidad. Por eso, frente al excesivo endeudamiento y a la precarización de la calidad de vida de estas familias, una medida mínima, inmediata y digna debiera ser la condonación de toda deuda adquirida para estudiar.
En el largo plazo, el norte es claro. Fortalecer la educación pública debe ser uno de los pilares fundamentales del Nuevo Pacto Social que construiremos. Sólo a partir de ahí podremos mejorar y profundizar la democracia en Chile, por una senda que dote de contenidos reales la consigna <<DIGNIDAD>> y no se quede –como las políticas educativas del Gobierno– en titulares vacíos. En este desafío, el diálogo con los actores sociales que han sido protagonistas e impulsores de estos cambios, será imprescindible.
Con ese horizonte claro y una ruta trazada junto a los actores sociales, podremos prometer a los jóvenes que darán la PSU este año, que el coraje que los llevó a protestar en octubre, nos permitirá construir un futuro más próspero y democrático. Y, sobre todo, una sociedad que tenga en sus cimientos a la educación pública como un derecho social que nos permita sembrar dignidad para las nuevas generaciones.